MIGUEL ÁNGEL TORNERO. Quemar ramón

Quemar ramón
Miguel Ángel Tornero

De donde vengo, por estas fechas, justo cuando termina la temporada de recolección de la aceituna, comienza, acto seguido, la preparación de los olivos de cara a la siguiente cosecha. Ya sea para encauzar el crecimiento del árbol, para regenerarlo, para aclarar y/o ventilar el campo de acción o para optimizar el rendimiento, el procedimiento habitual es cortar las ramas superfluas, dejando que el árbol concentre todo su vigor en los brotes nuevos y en las ramas fructíferas. Una vez amontonados los restos, es costumbre -cada vez más en desuso- quemar in-situ lo que popularmente llamamos “el ramón”: restos de hojas secas y ramas viejas sobrantes que conviene eliminar, pues de otro modo serían un foco de atracción de plagas o enfermedades. El proceso se completa con diversos tratamientos que ayudan a la curación, en los que, básicamente, el árbol es impregnado de elementos protectores -a menudo cobre- o incluso se favorece la cicatrización de las heridas.

Quemar ramón es también el título de este proyecto, tomando como punto de partida ese cotidiano ritual catártico y purificador en tres actos: La poda -en la que nos centramos esta vez-, la quema y la cura; y comienza en esta exposición celebrando, además, la inauguración de un nuevo espacio, una nueva etapa.

La poda es un acto inevitablemente violento que, paradójicamente, parece liberador e indispensable en el camino a la cura. Una batalla y una celebración al mismo tiempo. Una serie de toma de decisiones ante las que parece no poder postergarse el deber de decidir qué hacer, dónde cortar, a qué renunciar, dónde concentrar la energía… Un pasar a la acción físicamente, a base de cortes y recortes, un collage de corta y quema que rompe, cuando el humo asoma, la monotonía y la horizontalidad del paisaje; un ejercicio liberador en un campo de juego abierto y desprejuiciado; y, curiosamente, al mismo tiempo, una exaltación de la necesidad y la riqueza de los momentos de transición, incluso aparentemente improductivos; una advertencia ante la sobreproducción y una invitación a respetar los procesos, a tomarse el tiempo necesario, esperando también que madure el fruto de la espera.

Si hace un tiempo era la botánica periférica, que crece “a la contra”, en los terrenos baldíos, el objeto de estudio, esta vez, en la tierra cultivada campo adentro, nos ocupamos del árbol que acapara toda la atención, todo el cuidado y toda la manipulación: el olivo omnipresente, portador del fluido que alimenta el motor. No se puede más que intuir la razón de esta insistencia en dirigir la mirada a la tierra, al lugar de la raíz… pero parece que no es algo tan simple como mera nostalgia ni se persigue el revival o la loa. Quizás se trate de un ajuste de cuentas o una necesidad vital de resolver algo que, para colmo, es aún una incógnita.

Prescindiendo en esta ocasión de aperos fotográficos -privilegiado vínculo familiar con la tierra-, se persigue una ficción cruda y austera; un ejercicio que elude esta vez el filtro protector de mirar a través del visor -o la pantalla- y que evita la parte inmortalizada de lo visto y vivido. Una representación real sin compromiso con la realidad. Esas son las reglas del juego hoy. Desde luego no es una negación, pero sí apetece liberarse de lo que limita –ya sea impuesto por otros o por uno mismo- y, sobre todo, viene fraguándose un deseo de disfrutar entendiéndose directamente con los materiales y la memoria para ocupar el tiempo actuando/creando -sin duda el mejor momento de una profesión vecera-, dejándose llevar. Se intenta traducir intuitivamente la esencia de los retazos de escenas cotidianas almacenadas, llenas de texturas, colores y sensaciones que pueblan ese paisaje latente, que vienen y van tomando forma entre la experiencia y la imaginación: el papel de estraza manchado que envuelve los churros, el resbalar pringoso de las manos sobre la aceitera, el fluir lento y denso del picual; la rugosidad de la corteza de brazos retorcidos como clamando al cielo, la aspereza de la tierra seca y el olor de la mojada, que enfangará la faena; el verdor del aceite temprano o la infinita gama en hojas y aceitunas, el diálogo ocre y pardo entre la tierra y las piedras monumentales, el baño de oro del pan al desayuno y de la madera en los retablos de las iglesias, el gris de la escarcha al amanecer… Y tras adobar todo esto, viendo el resultado –tal vez aún sin la distancia adecuada-, intentando no juzgar, se contempla un tono pesado, local, lento y sombrío que lucha contra un gesto rápido, luminoso, universal y libre; y se fantasea con encuentros apócrifos de personajes a los que, en gran medida, sorprende aludir: Gutiérrez-Solana y Kippenberger chateando sin mediar palabra; Zabaleta y Philip Guston a pleno sol en la campiña; Morandi, que prefirió quedarse en su habitación, esbozando un dibujo para abordar el bodegón que Jason Rhoades le había preparado con ochíos, virolos y otro productos de la tierra; hasta Lucio Muñoz habla de sus intimidades con Jimmie Durham en un confesionario creado por Richard Artschwager. Morris Louis lleva un rato fascinado con el tránsito del aceite a la tostada y no es fácil reconocer a toda la comitiva, pero parece que Braque , Gris, Penone, Franz West, Thomas Hirschhorn… van llegando para la tertulia en la terraza de sillas multicolores del antiguo Café Mercantil. Maruja Mallo, la camarera, tomará nota a los hombres y escupirá en el café de cada uno de ellos…

En la última escena de este acto, tras el desvarío, en un extraño desplazamiento, uno se contempla ensimismado, con el bidón de gasolina en la mano, imaginando cómo el fuego cumplirá su función.

Exposición subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte